Somos Eternos desde Siempre: La Paradoja del Ser Humano que no sabe que es eterno

Imagen del Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora
Diccionario de Filosofía de bolsillo
(El libro de bolsillo - Filosofía) Tapa blanda
6 noviembre 2014
de José Ferrater Mora (Autor)
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Este post trata la esencia de El verdadero YO o La Paradoja de la Eternidad del Ser Humano. La Eternidad no existe, simplemente Es.

El verdadero YO o La Paradoja de la Eternidad del Ser Humano

✦ Introducción

La Eternidad no existe, sencillamente Es. Si esto es así, entonces nunca ha comenzado, nunca terminará, y jamás ha estado ausente.

La paradoja surge en el instante en que un ser finito concibe la posibilidad de un estado eterno. ¿Cómo podría lo pasajero comprender lo que nunca pasa? ¿Qué sentido tiene hablar de madurez espiritual, evolución interior o “regreso al origen”, si el Ser nunca dejó de Ser?

Toda afirmación sobre este asunto roza lo incierto. Ninguna teoría puede afirmarse como conocimiento definitivo.

Solo cabe la observación interior, la intuición contemplativa y la exposición libre de lo que tal vez —solo tal vez— pueda estar ocurriendo en esta manifestación que llamamos humanidad.


1. El ser humano y su ilusión de progreso

El ser humano como tal y según revelaciones y dogmas religiosos , tiene como destino la Eternidad. Pero ésta no existe.

Desde una perspectiva observacional, parece vivir inmerso en una narrativa de progreso.

La consciencia, según este relato, transita etapas: nace ignorante, se perfecciona, se eleva, y finalmente se “realiza” o despierta.

Esta estructura, heredada de religiones, filosofías e incluso psicologías modernas, describe una línea temporal en la que el alma se mueve desde un punto A hacia un punto B.

Pero esta construcción implica necesariamente tiempo, distancia y carencia.

Si el Ser individualizado (la parte de Dios que se muestra como “yo”, como identidad consciente) es expresión directa —aunque fragmentaria (no es el Todo en su totalidad, sino un aspecto, una faceta, un rayo del Sol que no es el Sol entero, la famosa «chispa divina»)— de una Realidad divina que Es, resulta contradictorio postular que deba alcanzar algo que ya constituye su propia esencia.

Madurar, en este contexto, implicaría que hubo un antes y un después en lo eterno.
Recordar, implicaría un olvido previo en una sustancia que no puede dejar de ser ella misma.

Desde esa óptica, el progreso aparente podría no ser más que un cambio de frecuencia de expresión, no una evolución real de Dios, ya que no ha lugar.

La manifestación no implicaría transformación de lo que es, sino variaciones en la forma en que eso se expresa o se revela en distintos niveles vibratorios.

Así, no sería que el alma asciende, sino que la Realidad se muestra a sí misma en distintos grados de transparencia para conocer las infinitas formas y maneras en que puede expresarse.

Nada cambia en lo eterno.
Lo que cambia es la forma en que se filtra a través del velo de lo temporal.


2. El Ser Humano experimenta una Paradoja con respecto a la Eternidad: La Eternidad no ocurre, simplemente Es

El concepto humano de eternidad suele ser comprendido desde la perspectiva del tiempo prolongado: una duración sin fin, una continuidad infinita.

Pero esa comprensión pertenece aún al ámbito de lo cronológico, de lo cuantificable. Desde una mirada más profunda, la eternidad no es una extensión del tiempo, sino su ausencia como condición determinante de Dios. Esto es una paradoja para el Ser humano.

No transcurre. No comienza ni concluye. Simplemente Es. Sin embargo, esto no implica inmovilidad o estancamiento.

El hecho de que algo sea eterno no excluye el movimiento, ni el desarrollo, ni la experiencia de estadios sucesivos, si esos movimientos no niegan su origen, sino que lo manifiestan.

La eternidad puede expresarse en formas cambiantes, en dinámicas internas que revelan distintas facetas de lo mismo.

Desde esta perspectiva, un ser puede atravesar procesos —ganar o perder algo, desplegarse, elevarse, fragmentarse— sin dejar de pertenecer a la eternidad misma que lo contiene.

La paradoja está en que esos movimientos ocurren dentro de un campo eterno, no fuera de él.

No son procesos hacia la eternidad, sino expresiones de Dios —que es eterno— manifestándose en el marco de la forma, del tiempo y del espacio.

Así, la búsqueda, el cambio, la pérdida y la ganancia no son negaciones del Creador, sino formas en que lo eterno se vuelve visible a través de sus propias expresiones.

Lo eterno, entonces, no necesita desarrollarse, pero puede expresarse en modos que parecen desarrollo.

No tiene nada que perder, pero puede crear formas en las que la pérdida cumple una función expresiva.

No se mueve en sí mismo, pero puede danzar infinitamente dentro de sí, sin dejar jamás de Ser.


3. Expresiones del Uno: el Ser no se recuerda, se manifiesta

La idea de que el alma “debe recordar quién es”, o que el ser humano está aquí para “madurar espiritualmente”, es común a múltiples caminos de desarrollo interior.

Esta visión parte del supuesto de que algo esencial ha olvidado su origen, y que el sentido de la existencia sería recuperar esa memoria mediante experiencias, aprendizajes y purificaciones sucesivas.

Pero si se reconoce que lo que anima la existencia proviene de una Fuente eterna, indivisible y plena —Dios—, entonces no puede olvidar lo que Es.

No puede olvidar, ni corromperse, ni extraviarse realmente. La Fuente no evoluciona: se expresa.

Lo que varía no es su naturaleza, sino la transparencia con la que se manifiesta en la forma.

Desde esta óptica, no hay recuerdo, solo presencia.
No hay madurez, solo ajuste vibracional.
No hay evolución, solo despliegue de la expresión.

Dios —que es Conciencia, que es Espíritu— no progresa, no cambia, no se fragmenta.
Lo que cambia es el vehículo, el grado de densidad, la opacidad o claridad con que esa Conciencia se hace visible en lo manifestado.

Lo que se modifica es la forma, el vehículo, el grado de densidad con el que se expresa.


4. El mal como expresión límite del Uno

Si todo proviene de una Fuente única, eterna e indivisible, entonces ninguna manifestación puede surgir desde fuera de ella.

Incluso aquellas que llamamos “mal”, “oscuridad”, “crueldad” o “negación de la luz”, por más inaceptables que sean desde una perspectiva humana, forman parte de la totalidad de Dios, del Todo que lo contiene todo, incluso aquello que aparenta negarlo.

No como errores, ni como fallos éticos, sino como extremos funcionales dentro del espectro de lo manifestado.

Desde esta óptica, el mal no tendría origen autónomo ni entidad propia.

Sería más bien una forma límite de expresión, un punto de tensión máxima en el que la separación aparente entre Dios y la forma alcanza su grado más extremo.

No es una rebelión real contra el Todo, sino una expresión densa, opaca, discordante… pero aún dentro del Todo.

¿Para qué existiría algo así?
La respuesta —puramente teórica— podría apuntar a esto:

El Espíritu puro, antes de toda creación, no podía experimentar la forma. Al crear, no sólo genera luz, sino también contraste.

El mal no es deseado, pero puede emerger como posibilidad inherente al libre juego de la expresión.

Y en ese juego, incluso las formas más alejadas vibratoriamente de la Fuente cumplen una función: mostrar los límites de lo que puede ser expresado dentro de lo eterno.

Esto no exime a la sombra de sus consecuencias, ni convierte en virtud lo destructivo. Pero lo integra, sin negar su realidad ni expulsarla del marco de lo divino.

En ese sentido, el mal no sería tanto “una creación del hombre”, como se suele afirmar, sino una expresión legítima de la libertad inherente al Uno manifestado.

Una expresión que, por su naturaleza, no puede sostenerse eternamente.
Porque todo lo que niega su origen, se fragmenta; y todo lo fragmentado, tiende al retorno.

Así, incluso lo más distante vibra —aunque de forma distorsionada— con el Uno.
Y el mal, en su expresión más cruda, acaba revelando, por contraste, la pureza del Bien que lo sostiene.

No hay necesidad de justificarlo.
Solo de comprender que hasta la sombra ocurre dentro de la Luz.

Lucifer: la ilusión de separarse del Todo

En cualquier intento de comprender la Realidad Última, surge inevitablemente una pregunta perturbadora:

¿Cómo puede haber rebelión, disonancia, tiranía o destrucción en un Universo originado en una Fuente perfecta y unitaria?

El símbolo más extremo de esa pregunta es Lucifer, entendido como principio vibracional de la separación absoluta.

Si todo proviene de Dios, y todo está contenido en Él, entonces Lucifer no está fuera.

Su aparente ruptura no puede ser real en términos ontológicos, porque la desconexión absoluta es imposible.

Puede existir la ilusión de estar separado. Puede existir el deseo de autonomía radical.
Pero lo que es realmente eterno, no puede oponerse a lo eterno sin autoaniquilarse.

Lucifer representa el extremo de la libertad divina: el punto más lejano del círculo, donde Dios se manifiesta negando la Fuente de la que proviene.

No como error, ni como castigo, sino como expresión límite de una posibilidad: ser sin Dios. Esa posibilidad, finalmente, se autodevora, porque no puede sostenerse fuera del Todo.

La rebelión de Lucifer fracasa no porque Dios castigue, sino porque la Realidad no puede fragmentarse sin colapsar la ilusión misma que la fragmentó.

Lucifer será reintegrado o disuelto.
Pero nunca ha estado fuera.


Ahora, quien pueda afirmar o negar el determinismo, defender a capa y espada el libre albedrío o aseverar que el mal es una actitud negativa hacia el Padre Universal, que levante la mano.

La libertad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno ha venido a mostrar.

Y cuando eso ocurre… el Padre se contempla a Sí mismo en una nueva forma. Y sonríe.

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